Pat Buchanan y el imperio americano

¿Qué precio el imperio americano?
Por Patrick J. Buchanan

Pat Buchanan
Artículo publicado originalmente el 29 de mayo de 2002 con el nombre
What Price the American Empire?”. Patrick Buchanan es columnista desde 1962 y autor de 8 libros. Trabajó con los presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan, de este último fue Director de Comunicaciones en el periodo 1985-1987. Fue candidato presidencial en las elecciones de 1992, 1996 y 2000. Recientemente fundó la revista, The American Conservative («El Conservador Americano»).

La semana pasada, el vicepresidente Cheney y el secretario Rumsfeld advirtieron que más ataques de terror son una certeza y que puede que involucren la detonación de un arma atómica en suelo americano. Ellos han concentrado a la mente maravillosamente. Incluso un pequeño, crudo artefacto nuclear, explosionado en un puerto o ciudad de Estados Unidos, podría matar a muchos miles más de los que murieron el 11 de septiembre.

Correctamente, el gobierno de Estados Unidos está enfocado en cómo anticipar un ataque semejante, en evitarlo, prepararse para él. Pero no ha habido ningún debate sobre la cuestión más crítica. ¿Por qué? ¿Por qué estos radicales islámicos nos odian tanto que están dispuestos a suicidarse si es que pueden llevarse a cientos o miles de nosotros con ellos?

Ellos no nos conocen. No pueden vencer o destruir a los Estados Unidos, ni aún con una bomba atómica. ¿Qué pueden esperar conseguir? ¿Son simplemente unos lunáticos?

Dentro de nuestro enfoque en la obtención de un mejor servicio de inteligencia, en ataques preventivos, alertas en códigos de colores y planes de evacuación, ¿no hemos pasado por alto un curso de acción que podría terminar la amenaza de un terror catastrófico? Como en «La Carta Substraída» de Poe, ¿no hay una salida justo ahí, sobre la repisa de la chimenea delante nuestro?

Considera: Si bien ninguna nación occidental ha sufrido un acto de terror en la escala de Septiembre 11, todas han conocido el terror. Los británicos fueron emboscados por los irlandeses en la guerra de independencia, de 1919 a 1921. Civiles británicos fueron explosionados por sionistas en el Hotel King David en 1946. Colonos fueron asesinados por Mau-Mau en Kenya. Hasta 1962, los franceses fueron masacrados en teatros de cine y cafés por el FLN de Algeria. Los Marines de los Estados Unidos fueron atacados con bombas en Beirut en 1983. Desde Netanya a Jerusalén a Tel Aviv, israelitas hoy en día mueren en ataques de terror y atentados suicidas.

En todas estas atrocidades, el terror fue un arma de los débiles y apátridas contra poderes occidentales a los que no podían vencer por las armas. En cada caso, el terror fue utilizado para expulsar a un poder imperial o para echar a tropas extranjeras. En cada caso excepto uno, el terror acabó cuando el poder occidental se fue a casa.

El dinamitazo del Hotel King David convenció a los británicos de acelerar su salida de Palestina. El terror sionista se acabó. El terror de Mau-Mau acabó cuando los británicos abandonaron Kenya. Cuando De Gaulle cortó su dominio sobre Algeria, el terror del FLN se acabó. Cuando Reagan retiró a sus Marines de Beirut, el terror antiamericano se acabó en el Líbano.

¿Lección? El precio del imperio es el terror. El precio de la ocupación es el terror. El precio del intervencionismo es el terror. Como Barry Goldwater acostumbraba decir, es tan simple como eso. Cuando Israel partió del Líbano, los ataques de Hezbollah decrecieron a casi nada. Pero por el tiempo en que los israelitas ocupen a Cisjordania, la cual el Primer Ministro Barak aceptó que pertenece por lo menos en un 95% a los palestinos, Israel será golpeada por ataques de terror.

O Israel se marcha o paga el precio de quedarse: terrorismo.

Mas esta columna no es acerca de Israel – es acerca de nosotros -. Es acerca de porqué nuestros líderes nos están diciendo, en tonos de resignación y fatalismo, que no se trata de si va a suceder, sino de cuando sucederá el próximo acto de terror catastrófico aquí, y sobre porqué debemos aceptar la posibilidad de que un arma nuclear será explosionada aquí.

Mas cuando los americanos preguntan, «¿por qué nos odian?» y «¿por qué estos radicales islámicos en el otro lado de la tierra quieren venir aquí y cometer haraquiri matándonos?», recibimos respuestas que no deberían satisfacer a un niño de segundo grado. Ellos nos odian, se nos dice, porque nosotros somos democráticos y libres y buenos y tenemos bajos tipos impositivos.

Bueno, eso ya no es suficiente. Antes, no después, del próximo ataque de terror contra este país, los líderes de América deberían empezar a decir la verdad: Por más perversos que sean, asesinos islámicos están aquí porque nosotros estamos allá. Ellos no están tratando de matarnos porque les disgustan nuestras políticas domésticas, sino porque detestan nuestra política exterior.

Quince de los 19 secuestradores vinieron de Arabia Saudita. No volaron contra esas torres mellizas para protestar el sufragio universal o para avanzar la autodeterminación del pueblo palestino. Como dijo Osama Ben Laden, ellos quieren que dejemos de apoyar al régimen saudita que odian, y que salgamos del suelo sagrado saudita donde se asientan los santuarios más santos del islam. Quieren a nuestras tropas fuera de Arabia Saudita y si no nos salimos, ellos están viniendo acá a matarnos de cualquier manera que puedan.

Esa es la realidad. Ahora, si bien América debería utilizar todas las armas en su arsenal, desde el espionaje hasta la diplomacia, hasta la guerra, para evitar el terror y castigar al terror, debemos dirigirnos al tema central: El terror en suelo americano, y un eventual terror catastrófico y atómico en suelo americano, es el precio del imperio americano.

¿Vale el imperio la pena? Franceses, británicos, incluso soviéticos dijeron que no. Ellos se fueron a casa. Y nada por allá – no petróleo, no bases en Arabia Saudita, no hegemonía global -, vale la pena como para arriesgar un terror nuclear aquí. Puede que sea el único derechista en América que ama el Distrito de Columbia, mas yo crecí aquí. Washington es mi ciudad natal. Viene primero y un imperio no es ni siquiera un cercano segundo.

Traductor: John Leo Keenan.

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